Rebuscando la punta'e l'ebra VII
Por Arturo Lavín Acevedo, alacolemu@hotmail.com
Así, podemos decir que en la historia del caballo en Chile, se pueden distinguir varias etapas. Varios autores las clasifican según diversos factores, pero se puede generalizar por un hecho fundamental, la llegada o salida de caballares hacia o desde el territorio que, en esos tiempos, constituía una entidad político-administrativa. Ya que la configuración geográfica final de lo que hoy llamamos los países de Sudamérica, aún estaba en evolución.
El primer intento de introducir el caballo a Chile, aunque el real motivo de su entrada al territorio no era meramente la introducción del noble bruto, lo realizó el Adelantado don Diego de Almagro, con la venia del entonces gobernador del Pirú don Francisco Pizarro. La partida fue en columnas, una desde Lima, otra desde Cuzco y la tercera se formó en Charcas, donde se juntaron todas en tierras de los calchaquíes. Fuera del constante acoso de los naturales, sufrieron la fuga de los ayudantes incas puestos a su disposición y de numerosos indios de servicio, pero endilgaron por el actual Paso de San Francisco a cruzar la cordillera en derechura a Copayapo (Copiapó). De los 248 españoles que venían, murieron 8 y de los 292 caballos sólo llegaron 112, además de 1.500 indios auxiliares y 150 negros.
Con algunas peripecias en la bitácora, al fin Almagro es recibido por el curaca de los indios de Aconcagua, quién gobernaba en el nombre del todopoderoso rey inga. Los reciben con regalos, pero empiezan a desilusionar al Adelantado sobre las fantásticas riquezas del reino que había venido a conquistar para honra de su persona y de su linaje, por Dios y el Rey y, para contentura de sus faltriqueras. El oro, más al sur del Cachapoal, casi no existía, así que, al fin de cuentas, habían venido a puro difariar no más. A Almagro le bajaron unas ganas locas de volver cuanto antes al Cuzco, donde había dejado ingente fortuna semi abandonada, pero por si’aca mandó a Gómez de Alvarado a echar una campeadita un poco pa’l sure, pidiéndole que, ojalá, pudiera llegar hasta el Estrecho de Magallanes. Un paseíto no más, mientras él reconocía el valle del Maipo.
Alvarado, con sesenta jinetes, atravesó por las tierras de los picones y promaucaes sin resistencia. Sólo al llegar al Maule aparecieron indígenas con caras de pocos amigos, los purranaucas que vivían entre el Maule y el Itata. Cuando traspasó el Itata, los indios lo atacaron en la primera batalla entre aborígenes y españoles desarrollada en Chile. En Reinogüelen, en la confluencia del Ñuble con el Itata, los aborígenes de Chile conocieron lo que era pelear contra caballos montados por hombres cubiertos de hierro. Sin embargo, la batalla estuvo indecisa por casi toda la jornada. En la noche, los indios abandonaron el campo dejando un centenar de muertos y numerosos prisioneros. Los españoles volvieron grupas hacia el norte con treinta caballos heridos, al igual que varios jinetes. La cantinela se iba a repetir innumerables veces en los casi próximos trescientos años.
A pocos días de la partida de Alvarado, llegó a Aconcagua Ruy Díaz, quién traía a Almagro el mozo, de pocos años, y a 110 soldados. Venían en barco desde el Callao, pero cuando ya no pudieron mantenerlo a flote, desembarcaron en Chincha y se vinieron por tierra durante tres meses, por la ruta costera teniendo que atravesar el desierto de Atacama, lo que significó la pérdida de doce hombres y la mayoría de sus caballos. ¿Cuántos caballos traerían en el barco? ¿Cuántos sobrevivirían? Pero lo que está claro es que venían de la costa, de Lima o del Callao y sus alrededores.
Cuando Almagro se adelantó con 30 jinetes y llegó a Copiapó, se encontró con Rodrigo Orgóñoz que había traído 25 hombres, fuera de los 6 que perdió junto con 20 caballos, y con Juan de Herrada que trajo 88 soldados. El primero había partido del Cuzco y el segundo, que pensaba venirse por mar, partió desde Lima. ¿Cuántos caballos traerían?
La expedición decidió volverse por el desierto de Atacama, aprovechando la experiencia de Ruy Díaz. No fue fácil, pero sólo perdieron a un español ahogado y 20 caballos. De los 521 españoles que vinieron con Almagro, murieron sólo 47. Pero no se sabe cuantos caballos vinieron exactamente ni cuantos volvieron vivos. Como tampoco, las bajas de los yanaconas y de los negros.
Lo que sí queda clarísimo es que, todos los caballos venían de lo que era el Perú, ya sea de Callao, Lima, Cuzco o Charcas, lo que hoy es Tucumán (Argentina), pero que por esos tiempos, en sus extensos valles, colindantes con la cordillera, era la única parte donde podían establecerse grandes crianzas de yeguarizos, como para abastecer la demanda del ejercito conquistador, el que estaba recién empezando la conquista y conformación del Virreinato del Perú.
Lo otro que también queda claro, es que de los más o menos 400 a 500 caballos que entraron a Chile, aproximadamente la mitad volvió al Perú y de los que no volvieron, sólo quedaron en Chile sus osamentas, al sol o al agua, en los valles y cordilleras, pero ninguno que pudiera haber perpetuado la especie en lo que es hoy el territorio nacional. La primera entrada del caballo a Chile, desde el punto de vista de su establecimiento y expansión, fue un rotundo fracaso, si lo podemos decir así.
El segundo intento le correspondió a don Pedro de Valdivia, un extremeño al igual que Almagro, pero con una diferencia vital, él quería trascender por la gloria que fuera capaz de darle a su nombre. De hecho, renunció a todas las prebendas y canonjías que ya había logrado en Perú, por sus méritos como soldado. Entre ellas, ricas minas y encomiendas y mercedes de tierra. Una en Charcas de ricos valles donde la crianza de animales y yeguarizos podía desarrollarse abundantemente. Pero Valdivia quería pasar a la historia. Si se podía ser rico, además, mejor. Pero su lema clarifica totalmente su verdadera impronta vital: “La muerte menos temida da más vida.” ¡Que tal!
En enero de 1540 sale Valdivia del Cuzco, donde, después de ocho meses de campaña para promover la expedición hacia Chile, sólo había logrado juntar once hombres, supuestamente todos de a caballo. Aquí habría que agregar un caballo más, ya que Inés de Suarez, a la que no se cuenta como hombre de armas, sí venía en su propio caballo o, tal vez, en el que le prestara su protector y coterráneo. Así, con once hombres y una mujer, todos a caballo, y entre novecientos y mil indios auxiliares que conducían los bagajes, el matalotaje, los animales domésticos, perros, gatos, aves, puercos, mulas, probablemente, ovejas y vacunos, tomó el camino hacia el sur por la ruta que Almagro usó a su regreso, es decir, por la costa y a través del desierto. Al llegar a Tarapacá la nómina había crecido hasta veinticuatro hombres, de los cuales pronto perdió a cuatro. Con tan insuficiente número se quedó ahí esperando la llegada de refuerzos que habían comprometido su enganche a la expedición. Mandó a Pero Gómez de Don Benito al Callao a buscar más contingente, pero, al tiempo, regresó sin uno solo más.
Mientras se mantenía acampado esperando la vuelta de su maestre de campo, apareció Rodrigo de Araya, que venía desde Tarija (hoy, sur de Bolivia) con dieciséis hombres, supuestamente todos de a caballo. Pocos días más tarde se incorporaron entre setenta y ochenta hombres más, de los que algunos venían saliendo de la conquista de los Chunchos (Tribu de indígenas del Perú y Ecuador) y otros de la expedición de Diego de Rojas. Entre estos se incorporó parte de lo más granado del grupo de españoles conquistadores de Chile, los que, inducidos por Francisco de Villagra, quién dijo que: “era preferible venir, aunque fuese con mucho trabajo, a servir a su majestad, que no andar por tierras donde anda el demonio suelto.” Así, se incorporaron Francisco de Villagra; Juan Bohon; Jerónimo de Alderete; Pedro de Villagra; Juan Jufré; Juan Fernández de Alderete; Juan de Cuevas; y, entre varios más que tendrían papel importante en los albores de la formación del pueblo chileno, el capellán de la expedición a los Chunchos, bachiller Rodrigo González de Marmolejo, primer obispo de Santiago y el primer criador de caballos en Chile en su encomienda de Picó, Melipilla, donde formaría la casta de yeguas quilamutanas. Muchos volvían de la conquista de los Mojos (Indios de Bolivia, Dpto. de La Paz), vencidos por la selva, el clima y el hambre, después de padecer lo indecible.
A éstas alturas la expedición contaba con 110 hombres, y una mujer, supuestamente casi todos de a caballo y, posiblemente, alguno poseyera dobladura, es decir, otro pingo de remonta por si’aca. Quedarse a pie en esas instancias no debe haber sido muy prometedor. Ya más aperado, el conquistador decidió trasladarse a Atacama. Desde Guatacondo despachó a Juan Jufré hacia Potosí con el encargo de reunir más gente y, a Gaspar de Vergara a Porco, con el mismo objetivo. Ambos regresarían solo acompañados de sus sombras.
La falta de agua se constituyó en el principal problema. Los jaguey o jahueles habían sido cegados por los aborígenes que obedecían las órdenes que les impartía desde lejos el inca Manco. Pero lograron avanzar sin sufrir mayores pérdidas. Poco antes de llegar a Atacama la chica (Chiuchiu), por junio de 1540, Valdivia se adelantó con diez hombres de a caballo hacia Atacama la grande (San Pedro), a buscar comida y preparar el alojamiento para la tropa. Ahí se encontró con Francisco de Aguirre que lo esperaba desde hacía dos meses. Venía éste, después del fracaso de las expediciones de Candia, Pero Anzúrez y Diego de Rojas, en las que había tomado parte, con quince hombres de a caballo y diez arcabuceros y ballesteros, a los que había guiado hacia Atacama si perder un solo español en el largo y penoso viaje. Por primera vez se cita específicamente en las crónicas la existencia de soldados españoles de infantería, lo que hace suponer, con cierto atisbo de ser verdadero, que todos los anteriores venían montados. Aguirre había reunido bastante maíz y con su aporte la expedición se empinaba a los 136 hombres, y una mujer, para que no se nos olvide.
Después de un largo descanso en el valle de Atacama, emprendieron camino hacia Copiapo. Avanzó el conquistador sin fraccionar sus fuerzas, ya que si bien era más fácil el encontrar alimento y agua para pequeños destacamentos, la belicosidad de los indios iba en aumento en la medida que avanzaban hacia el sur. Les escondían todos los potenciales alimentos, así que tuvieron que recurrir al fruto del quisco, comer copaos, así como los almagristas tuvieron que recurrir a las vainas de algarrobo.
Estando en Copiapó, llegaron Gonzalo de los Ríos y Alonso de Chinchilla, con otros que completaban 20 nuevos conquistadores. Seguramente también llegaron montados, ya que a pie, sin ser imposible, no era muy fácil la travesía que habían acometido. Con ellos el contingente de conquistadores llegaba a 150 hombres, y una mujer, al menos una conquistadora española. Pero aquí se produjo la primera baja, no en batalla, ya que el capitán tuvo que colgar de la horca a Juan Ruiz, el que venía hace rato soliviantando los ánimos de las huestes castellanas. En éste punto, Valdivia había entrado al territorio que se le había cedido en conquista como teniente de gobernador por Francisco Pizarro, por lo que procedió a la toma de posesión. Ahora ya estaba en sus dominios legales y, por eso, ya podía levantar rollo de justicia. El que primero pagó las consecuencias fue el mentado Juan Ruiz. Tres santos varones venían en la expedición, Juan Lobos, Diego Pérez y Rodrigo González de Marmolejo, los que tanto como con sus expertas manos daban la absolución, también cortaban cabezas manejando la espada.
Así, podemos resumir que la llegada de los españoles a lo que propiamente sería la Capitanía General de Chile, fue de 149 hombres y una mujer, de los que al menos, diez eran infantes con seguridad. Por lo tanto, si cada uno traía su caballo, llegamos a una cifra aproximada de 140 caballos, más las dobladuras posibles, que no deben haber sido muchas.
Pitos más, flautas menos, a Chile entraron algo así como entre 120 y 160 caballos de montura. Todos provenientes del Perú. ¿Cuantos eran potros, yeguas o castrados? Solo podemos elucubrar que la mayoría deben haber sido machos, ya que aún predominaba la costumbre hispánica de que el hombre no podía montar yeguas. Solo a las mujeres y clérigos se les aceptaba ese tipo de cabalgadura. Deben haber predominado los potros, porque la castración, si bien se practicaba, era un abarrajo de cierta magnitud que pocos sabían hacer, generalmente, era éste trabajo propio de los albéitares y en las crónicas sobre Chile, hasta donde sé, nunca se menciona que alguno de los conquistadores poseyera esa profesión, por lo menos en los primeros años de asentamiento. Sin sustancia desinfectante alguna, el éxito de dicha operación debe haber sido muy bajo y arriesgar un caballo, con lo escasos que eran, por puro alivianarlo de presas, no tenía mucho sentido.
Ahora, la verdad es que de estos caballos primigenios por nuestros lares, muy pocos deben haber dejado descendencia, ya que casi todos se consumieron en las feroces batallas que tuvieron que acometer ante el ataque de los naturales, que, bien les sea reconocido, eran casi innaturales en esto de pelear en defensa de sus territorios vernáculos.
P.S. Me asaltan dudas acerca de todas estas aleluyas históricas que no están directamente relacionadas a nuestro tema, el caballo. A mi, personalmente, me apasionan, ya que las encuentro que son como la enjundia y el aliño para que la relación sea más sabrosa. Pero, me encantaría saber la opinión de quienes graciosamente gastan algún tiempo leyendo estas divagaciones mías, para ver si nos vamos por lo derecho o le damos algo de cabida a la historia.
Arturo Lavín Acevedo, Cauquenes del Maule, agosto del 2011.